No quedó alternativa, el único autobús que salía para Valencia era ese y aunque mi destino era la capital o me montaba o perdía el día de las madres en Araure. Sólo una veintena de personas coincidimos y como suele suceder los sentí a todos pero no le vi la cara a ninguno de los pasajeros, ni siquiera al chofer, la prioridad era montarse y si había una ventana mejor, cero aire acondicionado y el bolso en las rejillas de encima. Y sí, conseguí una ventana sin nadie al lado, que mantequilla, todo perfilaba bien hasta que ya sentado y ubicado mis enceres, un dolorcito en la entrepierna me obligó a recontar la platica y meter dos mil Bs viejos en ese bolsillito extraño que tienen los bluyines.
Adentrados en la vía, se aprecia todavía esa puerta que es Portuguesa para los llanos, que se dicen venezolanos por ese invento territorial, pero la verdad es que todo lo que ahí crece, vive, es infinito, suprafronteras, más allá. Solo un par de huecos en la vía y la brisa en la cara obligaba a mantenerme despierto, bueno, eso y que al cobrador del autobús a quien recién le había dado mi pago, lo tenían en el piso pistola en cuello mientras otros tres o cuatro corrían por el pasillo gritando esto es un atraco, como si hiciera falta la advertencia. Todavía mantengo las dudas del chofer, no porque nunca detuviera la unidad, sino porque ni aceleró, ni frenó y a pesar de las amenazas estoy casi seguro que conversaba con uno de los pillos y su bigote, ahora sí lo vi al detalle, se mantuvo grueso e inmutable.
En la primera colecta me pidieron mi ¨koala¨, y refuté que me dejaran los papeles, sin terminar la frase ya los tenía de vuelta en el pecho. A la segunda ronda, cuchillo en mano, otro de los delincuentes se sentó a mi lado y me pidió la correa, ah pero bueno, si te estás llevando mi bolso y hasta mis interiores, ¿la correa también?, le refuté. Tranquilo que tus interiores te los dejan, repicó y entonces sólo ahí, bigotes orilló el bus previo grito del líder hamponil con quien insisto, conversaba. Y ahí van…las botas que le agarré a mi hermano sin permiso, mi bolso gringo que también es de él y que tampoco pedí, mis interiores, una colcha de mi vieja y como unas ocho bolsas plásticas que como parte del botín le sustrajeron a los demás pasajeros, seguramente algunos enseres a regalar por el día de la madre y pensé en la madre de los que en ese momento corrían hacia el monte.
Sólo en Valencia me acordé de los dos mil que tenía en el bolsillo, ya no tan inútil, del bluyin.
Acto que sucede todos los días en Venezuela tiene un punto en común con todas las sociedades modernas o no y moldea nuestro paso por el mundo, nuestra manera de relacionarnos con los demás, rige nuestra decisiones en pareja, familia, trabajo, sociedad, la manera como hablamos y nos vestimos, en fin, todo nuestro accionar, y hoy más que nunca es el epicentro de todo venezolano, me refiero al miedo.
Él no se presenta únicamente en momentos como el relatado, sino que tiene su origen en lo más profundo del hombre. Vuelve nuestra vida pobre, tosca, breve y a la vez nos empuja a satisfacer nuestros deseos. Todo lo obtenido por el hombre se debe al miedo, no sólo como temblor interno que sacuda nuestros músculos y extremidades, sino aquel punto que empuja a defender nuestra conservación, y que busca apartar dudas y angustias.
Todo lo demás, sensaciones, emociones y sentimientos pasan a un segundo plano y aparecen sólo como consecuencias de este. Miedo aterrador que hoy etiquetamos de estrés y nos lleva al cáncer, reclusiones y entregas. De aquí parten en el hombre todas sus creencias religiosas, políticas, filosóficas, que moldean y disipen las dudas de lo que no conocemos y nos alarma, o de lo que conocemos pero no estamos de acuerdo simplemente porque no nos da tranquilidad, de alguna manera, lo que nos aterra seguramente no es verdad o es un desvío de lo que es inmutable y verdadero.
De modo que lo necesario en Venezuela es disminuir los niveles de miedo, o mejor aún, por factible, crear unas condiciones conceptuales de tranquilidad, de menos caos, de posible tolerancia.
Por ahí tienen que ir los tiros.
Martin Knulp